viernes, 5 de junio de 2009

los hombres que no amaban a las mujeres: capítulo 6

CAPÍTULO 6
Jueves, 26 de diciembre
Hacía ya un buen rato que los treinta minutos fijados por Mikael Blomkvist se habían acabado. Eran las cuatro y media; ya se podía olvidar del tren de la tarde. No obstante, todavía le quedaba tiempo para coger el de las nueve y media. Estaba de pie delante de la ventana masajeándose el cuello mientras contemplaba la fachada iluminada de la iglesia al otro lado del puente. Henrik Vanger le había enseñado un álbum con recortes de periódicos, artículos sobre el suceso tanto de la prensa local como de la nacional. Aquello suscitó un considerable interés mediático durante algún tiempo: chica de conocida familia industrial desaparece sin dejar rastro. Pero el interés se fue desvaneciendo poco a poco ya que no encontraron el cuerpo ni se produjeron avances en las pesquisas. Al cabo de más de treinta y seis años, a pesar de tratarse de una destacada familia industrial, el caso Harriet Vanger estaba ya más que olvidado. La teoría más aceptada en los artículos de finales de los años sesenta era la que sostenía que se ahogó y fue arrastrada mar adentro por la corriente; una tragedia, pero, al fin y al cabo, algo que podía pasarle a cualquier familia.
Muy a su pesar, Mikael se había quedado fascinado con la historia del viejo, pero cuando Henrik Vanger se disculpó para ir al baño el escepticismo volvió a apoderarse de él. El viejo, sin embargo, aún no había llegado hasta el final, y Mikael había prometido escuchar la historia entera.
—Y tú ¿qué crees que le ocurrió? —preguntó a Henrik Vanger cuando éste regresó a la habitación.
—Normalmente, unas veinticinco personas tenían aquí su residencia fija, pero con motivo de la reunión familiar aquel día se encontraban en la isla alrededor de sesenta. De éstas se pueden eliminar, más o menos, entre veinte y veinticinco. Creo que alguno de los restantes, y muy probablemente miembro de la familia, mató a Harriet y escondió el cuerpo.
—Tengo unas cuantas objeciones.
—A ver.
—Bueno, una es, por supuesto, que incluso en el caso de que el cuerpo fuera escondido, y si la búsqueda se llevó a cabo tan minuciosamente como dices, alguien debería haber hallado el cadáver.
—A decir verdad, la investigación fue aún más amplia de lo que te he contado. Hasta que no contemplé la posibilidad del asesinato no se me ocurrió pensar que el cuerpo de Harriet podría haber desaparecido de diferente manera. Lo que te voy a decir ahora no lo puedo demostrar, pero se encuentra, en todo caso, dentro de los límites de lo probable.
—Bueno, cuéntamelo.
—Harriet desapareció sobre las 15.00 horas. A las 14.45 fue vista Por Otto Falk, el párroco, que se dirigía corriendo al lugar del accidente. Más o menos al mismo tiempo se presentó aquí un fotógrafo del periódico local, quien a lo largo de la siguiente hora hizo un gran número de fotos del drama. Nosotros —la policía, quiero decir— estudiamos los carretes y comprobamos que Harriet no aparecía en ninguna de esas fotografías; en cambio, se veía a todas las demás personas que se encontraban en la isla, a excepción de los niños muy pequeños, en una foto como mínimo.
Henrik Vanger buscó otro álbum de fotos y lo depositó en la mesa, delante de Mikael.
—Éstas son las fotografías de aquel día. La primera se hizo en Hedestad durante el desfile del Día del Niño. La sacó el mismo fotógrafo aproximadamente a las 13.15, y en ésa sí que se ve a Harriet.
La foto estaba hecha desde la segunda planta del interior de una casa y mostraba una calle por donde el desfile —carrozas con payasos y chicas en bañador— acababa de pasar. En la acera se apretujaban los espectadores. Henrik Vanger señaló a una persona de entre la multitud.
—Ésa es Harriet. Faltan aproximadamente dos horas para que desaparezca y está en la ciudad con unas compañeras de clase. Es la última imagen que tenemos de ella. Pero también hay otra foto interesante.
Henrik Vanger siguió pasando páginas. El resto del álbum contenía más de ciento ochenta fotos —seis carretes— del accidente del puente. Después de haber oído la historia, resultaba raro, casi incómodo, verlo todo en forma de nítidas fotografías en blanco y negro. El fotógrafo era un buen profesional que había conseguido captar el caos del suceso. Un gran número de fotos se centraba en las actividades realizadas en torno al camión volcado. Mikael identificó sin problema a un Henrik Vanger de cuarenta y seis años de edad, empapado de fuel-oil, gesticulando.
—Ése es mi hermano Harald —dijo el viejo, señalando a un hombre con americana que se inclinaba hacia delante apuntando con el dedo al interior del coche donde Aronsson estaba atrapado—. Mi hermano Harald es una persona desagradable, pero creo que le podemos descartar de la lista de sospechosos. A excepción de un breve instante, cuando tuvo que volver corriendo hasta aquí para cambiarse de zapatos, permaneció en el puente en todo momento.
Henrik Vanger seguía pasando páginas. Las fotos se sucedían: camión cisterna, espectadores en la orilla, restos del coche de Aronsson, fotos panorámicas, fotos indiscretas hechas con teleobjetivo...
—Ésta es la foto de la que te hablaba —dijo Henrik Vanger—. Por lo que hemos podido determinar, se hizo sobre las 15.40 o 15.45; o sea, poco más de cuarenta y cinco minutos después de que Harriet se encontrara con el reverendo Falk. Si te fijas en nuestra casa, la ventana central de la segunda planta corresponde al cuarto de Harriet. En la foto anterior, la ventana está cerrada. Aquí aparece abierta.
—Eso significa que alguien estuvo en su habitación.
—He preguntado a todo el mundo y nadie reconoce haber abierto esa ventana.
—Lo cual quiere decir que lo hizo Harriet en persona, y que a esa hora seguía viva. O que alguien miente. Pero ¿por qué entraría un asesino en su cuarto para abrir la ventana? ¿Y por qué iba alguien a mentir sobre eso?
Henrik Vanger negaba con la cabeza. No hallaba ninguna respuesta.
—Harriet desapareció en torno a las tres; quizá un poco más tarde. Las fotos dan una idea de dónde se encontraba la gente a esa hora. Gracias a eso he podido tachar a algunos de la lista de sospechosos. Por la misma razón, una serie de personas que no salen en las fotos de esa hora deben incluirse en la lista.
—No me has contestado a la pregunta de cómo crees que desapareció el cuerpo. Se me acaba de ocurrir que existe una respuesta obvia; el viejo truco de ilusionista de toda la vida.
—De hecho, hay varios modos perfectamente posibles de llevarlo a cabo. El asesino actuó sobre las tres. Tal vez él, o ella, no usara ningún arma; en tal caso quizá hubiéramos encontrado rastros de sangre. Pienso que Harriet fue estrangulada y que ocurrió aquí, detrás del muro del patio; un lugar que estaba fuera del campo de visión del fotógrafo y situado en un ángulo muerto mirando desde la casa. Si se quiere volver a la Casa Vanger por el camino más corto desde la casa rectoral, donde ella fue vista por última vez, uno tiene que pasar necesariamente por allí. Hoy hay césped y un pequeño jardín, pero en los años sesenta era un patio de grava que servía de aparcamiento para coches. Lo único que tenía que hacer el asesino era abrir el maletero y meter a Harriet dentro. Cuando empezamos la batida al día siguiente, nadie pensó en que se podía haber cometido un crimen; nos centramos en la orilla, los edificios y la parte del bosque más cercana al pueblo.
—O sea, que nadie registró los maleteros de los coches.
—Y al día siguiente por la tarde el asesino tuvo vía libre para coger su coche, cruzar el puente y ocultar el cuerpo en cualquier otro lado.
Mikael asintió.
—En las mismas narices de todos los que participaron en la batida. Si fue así, estamos hablando de un cabrón con mucha sangre fría.
Henrik Vanger se rió amargamente.
—Acabas de hacer una descripción muy acertada de no pocos miembros de la familia Vanger.


Durante la cena, a las seis, continuaron hablando. Anna les trajo conejo asado con confitura de grosellas y patatas, todo regado con un vino tinto con mucho cuerpo que sirvió Henrik Vanger. A Mikael todavía le quedaba mucho tiempo para coger el último tren. «Ya es hora de ir concluyendo», pensó.
—Reconozco que me has contado una historia fascinante. Pero sigo sin entender muy bien por qué.
—La verdad es que ya te lo he dicho. Quiero descubrir a la mala bestia que asesinó a la nieta de mi hermano. Y por eso te quiero contratar.
—¿Cómo?
Henrik Vanger dejó los cubiertos en el plato.
—Mikael: llevo casi treinta y siete años al borde de la locura, dándole vueltas a lo que le ocurrió a Harriet. A lo largo de los años, he ido dedicando cada vez más tiempo libre a dar con ella. —Se calló, se quitó las gafas y se puso a buscar en las lentes algún rastro invisible de suciedad. Luego levantó la vista y observó a Mikael—. Si he de serte completamente sincero, la desaparición de Harriet fue la razón por la que, al cabo de unos años, abandoné el timón de la empresa. Perdí la ilusión. Sabía que había un asesino en mi entorno, y todas esas cavilaciones en busca de la verdad se transformaron en una carga a la hora de realizar mi trabajo. Lo peor es que, con el tiempo, ese peso no se hizo más ligero; todo lo contrario. Alrededor de 1970 pasé por una etapa en la que sólo quería que la gente me dejara en paz. Por aquel entonces Martin ya había entrado en la junta directiva y dejé que él se ocupara, cada vez más, de mi trabajo. En 1976 me retiré y Martin asumió el cargo de director ejecutivo. Sigo teniendo un puesto en la junta, pero desde que cumplí los cincuenta apenas he dado un palo al agua. Durante los últimos treinta y seis años no ha pasado ni un solo día en el que no haya pensado en la desaparición de Harriet. Creerás que estoy obsesionado con este tema; eso es, al menos, lo que le parece a la mayoría de mis parientes. Y probablemente sea así.
—Fue algo terrible.
—No sólo eso; me ha destrozado la vida. Es un hecho del que estoy cada vez más convencido a medida que el tiempo va pasando. ¿Te conoces bien a ti mismo?
—Bueno, naturalmente, creo que sí.
—Yo también. No puedo olvidar lo que pasó. Pero, con los años, mis motivos han ido cambiando. Al principio tal vez fuera por pura pena. Quería encontrarla y, por lo menos, enterrarla. Necesitaba reparar de algún modo el daño que le pudieran haber hecho a Harriet.
—¿De qué manera han cambiado tus motivos?
—Ahora se trata más bien de encontrar a ese maldito monstruo. Pero lo curioso es que, a medida que me he ido haciendo mayor, se ha convertido en un hobby que lo ha absorbido todo.
—¿Hobby?
—Sí, la verdad es que me parece la palabra más apropiada. Cuando la investigación policial se quedó en agua de borrajas, yo seguí por mi cuenta. Intenté actuar de manera sistemática y científica. Reuní toda la información que pude encontrar: las fotografías, la investigación policial... Apunté todo lo que las personas entrevistadas me contaron sobre aquel día. Como puedes ver, he dedicado casi la mitad de mi vida a reunir información sobre un solo día.
—¿Eres consciente de que, después de treinta y seis años, el asesino puede estar muerto y enterrado?
—No creo.
Mikael arqueó las cejas ante esa afirmación tan rotunda.
—Terminemos de cenar y volvamos arriba. Falta un detalle para completar mi historia. El más desconcertante.


Lisbeth Salander aparcó el Corolla automático en la estación de cercanías en Sundbyberg. Había tomado prestado el Toyota de Milton Security. No es que lo hubiera pedido exactamente, aunque, por otra parte, Armanskij nunca le había prohibido expresamente que usara los coches de la empresa. «Tarde o temprano —pensó— tengo que comprarme un coche.» En cambio, poseía una moto: una Kawasaki de 125 centímetros cúbicos, de segunda mano, que usaba en verano. Durante el invierno la guardaba bajo llave en el trastero de su edificio.
Se fue andando a Hogkhntavagen y, a las seis en punto, llamó al telefonillo. Al cabo de unos segundos, la cerradura se abrió con un clic; subió por la escalera hasta el segundo piso y llamó al timbre de la puerta en la que estaba escrito el modesto apellido Svensson. No tenía ni idea de quién era ese tal Svensson; ni siquiera sabía si existía.
—Hola, Plague —saludó.
—¡Wasp! Sólo vienes a verme cuando necesitas algo.
El hombre, tres años mayor que Lisbeth Salander, medía 1,89 y pesaba 152 kilos. Ella medía 1,54 y pesaba 42, de modo que siempre se había sentido como una enana al lado de Plague. Como ya era habitual, el piso estaba a oscuras; la luz de una sola lámpara se colaba hasta el vestíbulo desde el dormitorio que usaba para trabajar. Olía a cerrado y a aire viciado.
—Plague, es porque nunca te duchas y porque aquí dentro huele a tigre. Si sales alguna vez, te recomiendo que compres jabón. Lo venden en el Konsum.
Él sonrió tímidamente pero no contestó y le hizo señas para que lo acompañara a la cocina. Una vez dentro, sin encender ninguna luz, se sentó junto a la mesa. La iluminación procedía fundamentalmente de las farolas de la calle.
—Y no es que yo sea un portento en limpieza, pero sí los cartones vacíos de leche huelen a muerto, los cojo y los tiro y ya está.
—Cobro una pensión por incapacidad mental —replicó él—. Soy un incompetente social.
—Por eso el Estado te dio una vivienda y se olvidó de ti. ¿Nunca tienes miedo de que los vecinos se quejen y los servicios sociales te hagan una inspección? Podrían llevarte a un manicomio.
—¿Tienes algo para mí?
Lisbeth Salander abrió la cremallera del bolsillo de la cazadora y sacó cinco mil coronas.
—Es todo lo que tengo. Es mi propio dinero y, además, como comprenderás, no me desgrava como gastos.
—¿Qué es lo que quieres?
—El manguito del que me hablaste hace un par de meses. ¿Lo has terminado ya?
Él sonrió y le puso un objeto sobre la mesa.
—Dime cómo funciona.
Durante la hora siguiente, ella escuchó atentamente. Luego probó el manguito. Puede que Plague fuera un incompetente social. Pero sin duda era un genio.


Henrik Vanger se detuvo junto a su mesa de trabajo y esperó a que Mikael le prestara de nuevo toda su atención. Éste consultó su reloj.
—Me estabas hablando de un desconcertante detalle.
Henrik Vanger asintió.
—Nací el 1 de noviembre. Cuando Harriet tenía ocho años me regaló un cuadro para mi cumpleaños: una flor prensada, con un sencillo marco.
Henrik Vanger pasó alrededor de la mesa y señaló la primera flor. Campanula. Enmarcada de forma poco profesional.
—Fue el primer cuadro. Me lo regaló en 1958.
Apuntó al siguiente.
—1959: Ranúnculo, 1960: Margarita. Se convirtió en una tradición. Harriet hacía el cuadro durante el verano y luego lo guardaba hasta mi cumpleaños. Los empecé a colgar aquí, en esta pared. En 1966 ella desapareció y entonces la tradición se rompió.
Henrik Vanger se calló y señaló un hueco que había en la fila de cuadros. De repente, Mikael sintió cómo se le ponía el vello de punta. Toda la pared estaba llena de flores prensadas.
—En 1967, un año después de que ella desapareciera, recibí esta flor para mi cumpleaños. Es una violeta.
—¿Cómo la recibiste? —preguntó Mikael en voz baja.
—Envuelta en papel de regalo y enviada por correo en un sobre acolchado. Desde Estocolmo. Sin remitente. Sin mensaje.
—¿Quieres decir que...? —Mikael hizo un gesto con la mano señalando los cuadros.
—Eso es. Por mi cumpleaños, todos los malditos años. ¿Entiendes cómo me siento? Van dirigidos a mí, como si el asesino quisiera torturarme. Me he vuelto loco pensando que Harriet quizá fuese asesinada porque alguien quería llegar hasta mí. No era ningún secreto que Harriet y yo teníamos una relación especial, y que para mí era como una hija.
—¿Qué es lo que quieres que haga? —preguntó Mikael con voz tajante.


Lisbeth Salander dejó el Corolla en el garaje del edificio de Milton Security y aprovechó para ir al baño de arriba, donde estaban las oficinas. Usó su tarjeta para entrar y subió directamente a la tercera planta con el fin de no tener que pasar por la entrada principal del segundo piso, donde trabajaban los que estaban de guardia. Se dirigió al baño y luego fue a por un café, a la máquina; una inversión que hizo Dragan Armanskij al darse cuenta, por fin, de que Lisbeth Salander jamás prepararía café simplemente porque eso era lo que esperaban de ella. Luego entró en su despacho y colgó la cazadora de cuero en una silla.
El despacho era un cubículo de dos por tres metros situado tras una pared de cristal. Tenía una mesa con un viejo ordenador Dell, una silla, una papelera, un teléfono y una estantería con unas cuantas guías telefónicas y tres cuadernos vacíos. Los dos cajones de la mesa contenían unos bolígrafos ya secos, clips y un cuaderno. En la ventana había una planta muerta, con las hojas marrones, ya marchitas. Lisbeth Salander observó pensativa la flor, como si fuese la primera vez que la veía. Acto seguido, la tiró a la papelera con decisión.
Raramente pasaba por su despacho; tal vez media docena de veces al año, principalmente cuando necesitaba estar sola para darle los últimos retoques a algún informe antes de entregarlo. Dragan Armanskij había insistido en que ella tuviera su propio espacio. Lo justificó diciendo que, de este modo, Lisbeth, aunque trabajara como freelance, se sentiría parte de la empresa. Lo que ella sospechaba era que así Dragan Armanskij podía vigilarla y meterse en sus asuntos personales. Al principio la instalaron un poco más allá, aunque en el mismo pasillo, en un despacho más grande que debía compartir con un colega; pero como ella nunca estaba allí, Dragan optó, finalmente, por trasladarla a ese cuchitril que nadie usaba.
Lisbeth Salander sacó el manguito que le había dado Plague. Lo dejó en la mesa, frente a ella, y lo contempló absorta mientras se mordía el labio inferior.
Eran más de las once de la noche y se hallaba sola en la planta. De repente la invadió un gran aburrimiento.
Al cabo de un rato se levantó y se fue hasta el final del pasillo, donde intentó abrir la puerta del despacho de Dragan Armanskij. Cerrada con llave. Miró a su alrededor. La probabilidad de que alguien apareciera por allí cerca de medianoche el día 26 de diciembre era prácticamente inexistente. Abrió la puerta con una copia pirata de la llave maestra de la empresa que ella misma se había molestado en hacer unos años atrás.
El despacho de Armanskij era espacioso; tenía una mesa de trabajo, unas cuantas sillas y, en un rincón, una pequeña mesa de reuniones con capacidad para ocho personas. Todo impolutamente limpio. Hacía mucho tiempo que ella no fisgoneaba en su despacho, y ya que estaba allí... Se pasó una hora entera en la mesa poniéndose al día en diferentes asuntos: la búsqueda de un posible espía industrial, los colegas infiltrados under cover en una empresa donde actuaba una banda organizada de ladrones, así como las medidas adoptadas, con el mayor de los secretos, para proteger a una clienta que temía que sus hijos fueran raptados por el padre.
Al final colocó todos los papeles exactamente como los había encontrado, cerró con llave la puerta del despacho de Armanskij y se fue andando hasta su casa, en Lundagatan. Se sentía satisfecha de su día.


Mikael Blomkvist volvió a negar con la cabeza. Henrik Vanger se había sentado tras su mesa de trabajo y contemplaba a Mikael con una mirada tranquila, como si ya estuviera preparado para todas sus objeciones.
—No sé si algún día nos enteraremos de la verdad, pero no quiero morir sin realizar un último intento —dijo el viejo—. Simplemente, quiero contratarte para que revises todo el material una vez más.
—Eso es una locura —exclamó Mikael.
—¿Una locura? ¿Por qué?
—Ya he oído bastante. Henrik, entiendo tu dolor, pero también te voy a ser sincero: lo que me pides es un derroche de tiempo y de dinero. Me pides que encuentre, como por arte de magia, la solución a un misterio en el que llevan fracasando, durante años y años, detectives de la policía criminal y otros investigadores profesionales que han contado con los mejores recursos disponibles. Me pides que resuelva un crimen que se cometió hace casi cuarenta años. ¿Cómo podría hacer una cosa así?
—No hemos hablado de tu remuneración —replicó Henrik Vanger.
—No es necesario.
—Si dices que no, no te puedo obligar. Pero escucha lo que te ofrezco. Dirch Frode ya ha redactado un contrato. Podemos negociar los detalles, pero las cláusulas son sencillas y lo único que falta es tu firma.
—Henrik, nada de esto tiene sentido. No puedo resolver el enigma de la desaparición de Harriet.
—Según el contrato, no hará falta. Lo único que te pido es que hagas todo lo que esté en tus manos. Si fracasas, será la voluntad de Dios o, si no eres creyente, del destino.
Mikael suspiró. Había empezado a sentirse cada vez más incómodo y quería terminar la visita a Hedeby, pero aun así claudicó.
—Vale. Te escucho.
—Quiero que te quedes en Hedeby un año; que vivas y trabajes aquí. Quiero que repases toda la documentación que hay sobre la desaparición de Harriet, folio por folio. Quiero que unos nuevos ojos lo examinen todo. Quiero que pongas en duda todas las viejas conclusiones, al igual que haría un periodista de investigación. Quiero que busques cosas que quizá a la policía, a mí y a otros detectives se nos hayan pasado por alto.
—Me pides que abandone toda mi vida y mi carrera para dedicarme un año entero a algo que es una total pérdida de tiempo.
De repente Henrik Vanger sonrió.
—Por lo que respecta a tu carrera profesional, tienes que admitir que está en un momento bastante flojo.
Mikael no supo qué replicar.
—Quiero comprar un año de tu vida. Un trabajo. El sueldo es la mejor oferta que te harán jamás. Te pago doscientas mil coronas al mes, o sea, dos mil cuatrocientas coronas si aceptas y te quedas todo el año.
Mikael se quedó de piedra.
—No me hago ilusiones. Sé que la probabilidad de que tengas éxito es mínima, pero si, contra todo pronóstico, resolvieras el enigma, te ofrezco una bonificación: el doble, o sea, cuatro mil ochocientas coronas. Seamos generosos y redondeemos; lo dejamos en cinco millones. —Henrik Vanger se acomodó en la silla y ladeó la cabeza—. Puedo ingresarte el dinero en la cuenta que quieras de cualquier parte del mundo. También te lo puedo dar en un maletín, así que será cosa tuya si quieres declarar los ingresos a Hacienda.
—Esto es... absurdo —tartamudeó Mikael.
—¿Por qué? —preguntó Henrik Vanger con una gran tranquilidad—. Tengo más de ochenta años y sigo en plena posesión de mis facultades. Tengo una fortuna personal muy grande de la que dispongo como quiero. No tengo hijos ni ganas de dar el dinero a unos familiares a los que odio. Ya he redactado mi testamento; la mayoría del dinero lo donaré a WWF. Unas pocas personas cercanas a mí recibirán una buena suma, por ejemplo Anna, mi ama de llaves.
Mikael negaba con la cabeza.
—Procura entenderme. Soy viejo y dentro de poco estaré muerto. No hay nada que desee más en el mundo que responder a la pregunta que me lleva torturando durante casi cuarenta años. No creo que lo logre nunca, pero tengo los suficientes medios como para intentarlo por última vez. ¿Por qué iba a ser absurdo que empleara una parte de mi fortuna para tal fin? Se lo debo a Harriet. Y me lo debo a mí mismo.
—Me vas a pagar millones de coronas para nada. Todo lo que tengo que hacer es firmar el contrato y luego estar un año tocándome las narices.
—No lo harás. Todo lo contrario: trabajarás más de lo que has trabajado en toda tu vida.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Porque te voy a ofrecer algo que el dinero no es capaz de comprar, pero que tú deseas más que nada en el mundo.
—¿Y qué es?
Los ojos de Henrik Vanger se entornaron.
—Te puedo dar a Hans-Erik Wennerström. Demostraré que se trata de un estafador. Da la casualidad de que empezó su carrera profesional conmigo hace treinta y cinco años, y puedo servirte su cabeza en bandeja de plata. Resuelve el caso y convertirás tu derrota en los juzgados en el reportaje del año.

los hombres que no amaban a las mujeres: capítulo 5

Capítulo 5
Jueves, 26 de diciembre

Por primera vez desde que Henrik Vanger iniciara su monólogo, el viejo consiguió sorprenderle. Mikael tuvo que pedirle que repitiera lo que acababa de decir para asegurarse de que lo había entendido bien. En los recortes de prensa que había leído nada parecía insinuar que se hubiese cometido un asesinato en el seno de la familia Vanger.

Fue el 22 de septiembre de 1966. Harriet tenía dieciséis años y acababa de empezar su segundo año en el instituto. Era sábado y se convirtió en el peor día de mi vida. He repasado los acontecimientos de aquella jornada tantas veces que creo que podría dar cuenta minuto a minuto de lo sucedido; de todo menos de lo más importante.

Con la mano extendida, realizó un amplio gesto, como si barriera el aire.

La mayoría de la familia se encontraba reunida en esta casa. Se trataba de una de esas detestables cenas anuales en las que los socios del Grupo Vanger se juntaban para hablar de los negocios familiares. Una tradición que introdujo mi abuelo en su día y que, por regla general, originaba aborrecibles reuniones. La tradición se abandonó en los años ochenta, cuando Martin decidió, sin más, que todos los temas relacionados con la empresa se resolvieran en las reuniones periódicas de la junta directiva y en la junta general de accionistas. Fue la mejor decisión de su vida. Hace ya veinte años que la familia no se ve para ese tipo de encuentros.

Has dicho que a Harriet la asesinaron...

Espera. Déjame contarte lo que pasó. Era sábado. Además, se celebraba la fiesta del Día del Niño y la asociación deportiva de Hedestad había organizado un desfile. Harriet se quedó todo el día en la ciudad para poder verlo con unas amigas del instituto. Regresó a casa poco después de las dos de la tarde; la cena debía empezar a las cinco y, en principio, ella también iba a participar, al igual que los demás jóvenes de la familia.

Henrik Vanger se levantó y se acercó a la ventana. Le hizo un gesto a Mikael para que se acercara, y señaló con el dedo.

—A las 14.45, unos minutos después de que Harriet volviera a casa, un dramático accidente tuvo lugar en el puente. Un hombre llamado Gustav Aronsson, hermano de un granjero de Östergård (una granja que hay aquí, en la isla), colisionó de frente con un camión cisterna que transportaba fuel-oil. Sucedió cuando giraba con su coche para pasar por el puente. Cómo se produjo exactamente el accidente es algo que nunca hemos llegado a entender. Hay buena visibilidad en las dos direcciones, pero los dos conducían demasiado deprisa, y lo que debería haber sido un simple golpe entre dos vehículos se convirtió en una verdadera catástrofe. El conductor del camión intentó evitar la colisión y probablemente giró el volante de manera instintiva. Chocó contra la barandilla y volcó; el camión se quedó atravesado en diagonal, con la parte trasera colgando fuera del puente... Uno de los barrotes de la barandilla atravesó la cisterna como una jabalina, y el combustible empezó a salir a chorros. Gustav Aronsson, aprisionado en su coche, no paraba de gritar a causa del profundo dolor. El conductor del camión también estaba herido, pero consiguió salir por su propio pie.

El viejo hizo una pausa y se volvió a sentar.

En realidad, el accidente no tiene nada que ver con Harriet, aunque, en cierto sentido, desempeñó un papel significativo. Cuando la gente acudió para intentar prestar ayuda, se originó un tremendo caos. El peligro de incendio era inminente, de modo que se dio la alarma general. Enseguida llegaron la policía, la ambulancia, los bomberos, los medios de comunicación y los curiosos Como es natural, todos se congregaron al otro lado del puente, en la parte continental; aquí, en la isla, hicimos lo imposible para sacar a Aronsson del vehículo, tarea que resultó endiabladamente difícil. Estaba bien atrapado y gravemente herido.

»Intentamos sacarlo de allí con nuestras propias manos, pero no lo conseguimos. Había que cortar o serrar el coche. El problema era que no podíamos hacer nada que provocara una chispa; estábamos en medio de un mar de fuel-oil junto a un camión cisterna volcado. Si hubiese explotado, nos habría matado a todos. Además, transcurrió mucho tiempo antes de que llegara la ayuda desde el otro lado; el camión bloqueaba completamente el puente, y subir trepando por las cisternas habría sido como pasar por encima de una bomba.

Mikael seguía teniendo la sensación de que el viejo le estaba contando una historia cuidadosamente medida y ensayada, con la intención de captar su interés. Pero también admitió que Henrik Vanger era un excelente narrador, con una gran capacidad para mantener en vilo a su auditorio. Sin embargo, no tenía ni idea del rumbo que iba a tomar el relato.

Lo más significativo del accidente es que el puente estuvo cerrado durante las siguientes veinticuatro horas. Hasta bien entrada la noche del domingo no consiguieron quitar todo el combustible, llevarse el camión y volver a abrir el puente. Durante esas más de veinticuatro horas, la isla de Hedeby estuvo prácticamente aislada del resto del mundo. La única manera de pasar era con la barca de los bomberos, que fue puesta a nuestra disposición para trasladar a la gente desde el puerto deportivo, en esta parte, hasta el viejo puerto pesquero, al otro lado, más allá de la iglesia. Durante muchas horas, la barca sólo la usó el personal de rescate, y hasta bien avanzada la noche del sábado no empezaron a trasladar a otras personas. ¿Entiendes lo que eso significa?

Mikael asintió.

Supongo que pasó algo con Harriet aquí en la isla y que el número de sospechosos se reduce a las pocas personas que se encontraban aquí. Algo así como el misterio de la habitación cerrada en versión isla.

Henrik Vanger sonrió irónicamente.

—Mikael, no sabes cuánta razón tienes. Yo también he leído a mi querida Dorothy Sayers. Los hechos son los siguientes: Harriet llegó aquí más o menos a las dos y diez. Incluyendo a los niños y a los acompañantes que no pertenecían a la familia, a lo largo del día llegaron en total cerca de cuarenta invitados. Si a eso le sumamos el personal de servicio y los residentes permanentes, el número asciende a sesenta y cuatro personas. Algunos, los que iban a quedarse a dormir, estaban instalándose en las casas de alrededor o en las habitaciones de invitados.

»Harriet había vivido con sus padres en una casa al otro lado del camino, pero, como ya te he comentado, ni su padre Gottfried ni su madre Isabella le ofrecían estabilidad. Fui testigo de su sufrimiento y de las dificultades que tuvo para concentrarse en los estudios, así que, en 1964, cuando ella tenía catorce años, la dejé mudarse a mi casa. Creo que para Isabella supuso un gran alivio librarse de la responsabilidad de la niña. Le di a Harriet una habitación aquí arriba y pasó en esta casa sus dos últimos años. Por eso vino aquel día. Sabemos que se encontró en el patio con Harald Vanger, uno de mis hermanos mayores, y que intercambiaron unas palabras. Luego subió la escalera y se presentó aquí, en esta habitación, para saludarme. Me dijo que quería hablar conmigo sobre algo. En ese momento estaba con un par de familiares y no tenía tiempo para ella. Pero parecía tan ansiosa que le prometí que enseguida iría a su habitación. Ella asintió y salió por esa puerta. Fue la última vez que la vi. Unos minutos después se produjo el accidente del puente y el caos que originó dio al traste con todos los planes del día.

¿Y cómo murió?

Espera; es más complicado de lo que parece y tengo que contarte toda la historia en orden cronológico. Al producirse la colisión, la gente dejó lo que estaba haciendo y acudió corriendo al lugar del accidente. Yo... bueno, digamos que yo lo dirigí todo y estuve completamente ocupado durante las siguientes horas. Sabemos que Harriet también bajó al puente justo después del choque porque varias personas la vieron, pero el riesgo de una explosión me obligó a ordenar que se alejaran todos los que no iban a participar en el intento de sacar a Aronsson del coche. Nos quedamos cinco personas en el lugar del accidente: mi hermano Harald y yo; un hombre llamado Magnus Nilsson, que trabajaba de bracero conmigo; un obrero de la serrería que se llamaba Sixten Nordlander y que tenía una casa cerca del puerto pesquero; y Jerker Aronsson, un chico de tan sólo dieciséis años. En realidad, iba a decirle que se fuera, pero era sobrino del Aronsson del coche y pasó en bicicleta de camino a la ciudad apenas unos minutos después del accidente.

»Sobre las 14.40 Harriet estuvo aquí, en la cocina. Se tomó un vaso de leche e intercambió unas palabras con la cocinera, una mujer llamada Astrid. Desde la ventana vieron todo el alboroto que había en el puente. A las 14.45 Harriet cruzó el patio. Entre otras personas, fue vista por su madre, Isabella, pero no hablaron. Unos minutos después se encontró con Otto Falk, el párroco de la iglesia de Hedeby. Por aquel entonces la casa rectoral estaba donde Martin Vanger tiene hoy su chalé, así que el pastor vivía en esta parte del puente. Cuando ocurrió el accidente, Falk, que había pillado un resfriado, estaba durmiendo; acababan de avisarlo y en ese momento se dirigía hacia el puente. Harriet lo detuvo en el camino y quiso hablar con él, pero él la despachó pronto y siguió apresuradamente. Otto Falk es la última persona que la vio con vida.

Pero ¿cómo murió? insistió Mikael.

No lo sé contestó Henrik Vanger con gesto atormentado—. Hasta las cinco de la tarde no conseguimos sacar a Aronsson del coche (sobrevivió, por cierto, a pesar de los daños sufridos), y a eso de las seis se consideró que el riesgo de incendio ya había pasado. La isla seguía aislada, pero las cosas empezaban a tranquilizarse. Hasta que no nos sentamos a la mesa para cenar, más tarde de lo previsto, sobre las ocho, no descubrimos que faltaba Harriet. Envié a una de sus primas a buscarla a su habitación, pero volvió sin haberla encontrado. No le di mucha importancia; pensé que estaría dando un paseo o que nadie la habría avisado de que íbamos a empezar a cenar. Durante la noche no tuve más remedio que dedicarme a discutir con la familia. Hasta la mañana siguiente, cuando Isabella se puso a buscarla, no nos dimos cuenta de que nadie sabía dónde estaba, ni la había visto la tarde anterior.

Hizo un gesto de resignación con los brazos.

Desde ese día, Harriet Vanger continúa desaparecida sin haber dejado el menor rastro.

¿Desaparecida? repitió Mikael.

Durante todos estos años no hemos podido encontrar ni un fragmento microscópico de ella.

Pero si desapareció, ¿cómo puedes saber que alguien la mató?

Entiendo la objeción; pienso igual que tú. Cuando una persona desaparece sin dejar rastro, puede haber pasado una de estas cuatro cosas: que haya desaparecido voluntariamente y se mantenga escondida, que haya tenido un accidente y haya fallecido, que se haya suicidado, o que haya sido víctima de un crimen. He considerado todas esas posibilidades.

Pero tú crees que alguien la mató. ¿Por qué?

Porque es la única conclusión plausible sentenció Henrik Vanger, alzando un dedo—. Al principio albergué la esperanza de que hubiera huido. Pero según pasaban los días, todos comprendimos que no era el caso. Quiero decir, ¿cómo podría una chica de dieciséis años, procedente de un ambiente bastante protegido, arreglárselas sola y permanecer oculta sin ser descubierta, por muy lista que fuera? ¿De dónde sacaría el dinero? Y aunque hubiera conseguido un trabajo en algún sitio, tendría que haberse dado de alta en Hacienda con un domicilio fiscal.

Levantó dos dedos.

Mi siguiente idea fue, naturalmente, que le pasó algo, que sufrió algún accidente. ¿Me puedes hacer un favor? Acércate a la mesa y abre el cajón superior. Allí hay un mapa.

Mikael hizo lo que Henrik le pidió y desplegó el mapa encima de la mesa. La isla de Hedeby era una irregular extensión de tierra de unos tres kilómetros de largo y poco más de kilómetro y medio de ancho en sus extremos más distantes. Una gran parte de la superficie estaba poblada de bosque. Todas las edificaciones se hallaban en las inmediaciones del puente y alrededor del pequeño puerto deportivo; en el otro extremo de la isla había una granja, Östergården, de la que salió el pobre Aronsson con su coche.

Recuerda que resultaba imposible abandonar la isla subrayó Henrik Vanger—. Aquí, como en cualquier sitio, uno puede fallecer a causa de un accidente o ser alcanzado por un rayo, pero ese día no había tormenta. Se puede morir por la coz de un caballo o, incluso, cayéndose en un pozo o por las grietas de las rocas. Aquí habrá cientos de maneras fortuitas de morir y he pensado en la mayoría de ellas.

Levantó un tercer dedo.

Hay una pega que también vale para la tercera posibilidad: que la chica, contra toda expectativa, se hubiese suicidado. Pero en alguna parte de esta limitada extensión de tierra tendría que estar el cuerpo. —Henrik Vanger dio un golpe con la mano en medio del mapa—. Los días que siguieron a su desaparición organizamos partidas de búsqueda de cabo a rabo de la isla. Rastreamos cada zanja, cada campo de cultivo, las grietas de cada roca, los hoyos abiertos de cada árbol caído. Inspeccionamos todos los edificios, las chimeneas, los pozos, los graneros y los áticos.

El viejo desvió la mirada de Mikael y la dirigió a la oscuridad exterior. Su voz adquirió un tono más bajo e íntimo.

La seguí buscando durante el otoño, después de que las batidas se abandonaran y la gente se rindiera. Cuando mi trabajo me lo permitía, daba paseos de un lado a otro de la isla. Luego, el invierno nos sorprendió sin que hubiéramos hallado el menor rastro de ella. Continué durante la primavera hasta que me di cuenta de lo absurdo de mi búsqueda. Al llegar el verano contraté a tres hombres que conocían muy bien el bosque y que volvieron a acometer el rastreo con perros entrenados para descubrir cadáveres. Peinaron sistemáticamente cada metro cuadrado de la isla. A esas alturas ya había empezado a pensar que alguien la habría matado, de modo que los hombres se pusieron a buscar por los sitios donde podía estar enterrada. Trabajaron durante tres meses. No encontraron el más mínimo rastro de Harriet. Como si se la hubiera tragado la tierra.

Se me ocurren algunas posibilidades más objetó Mikael.

A ver.

Podría haberse tirado al agua o haberse ahogado por accidente. Esto es una isla; el mar lo oculta todo.

Es verdad. Pero la probabilidad no es muy grande. Ten en cuenta lo siguiente: si Harriet sufrió un accidente y se ahogó, lógicamente, debió de haber ocurrido en las inmediaciones del pueblo. Recuerda que el incidente del puente era lo más dramático que vivía Hedeby desde hacía mucho tiempo; no es muy probable que una chica con la curiosidad propia de su edad se decidiera a dar un paseo hasta el otro extremo de la isla justo en ese momento.

»Pero hay algo todavía más importante prosiguió—, y es que las corrientes de agua no son muy fuertes por aquí y que los vientos, en esa época del año, venían del norte o del noreste. Si algo va a parar al mar, acaba saliendo a flote en algún sitio de la orilla continental, y allí hay casas prácticamente por doquier. No creas que no pensamos en esa posibilidad; naturalmente, rastreamos todos los sitios por donde podía haberse metido en el agua. También contraté a unos jóvenes de un club de buceo de Hedestad. Dedicaron aquel verano a peinar los fondos del estrecho y las orillas de punta a punta... Ni rastro. Estoy convencido de que no está en el mar; de ser así la habríamos encontrado.

¿Y no podría haber sufrido un accidente en otra parte? Es cierto que el puente estaba cortado, pero no hay mucha distancia hasta el otro lado. Podría haber pasado nadando o en una barca de remos.

Esto sucedió a finales de septiembre y el agua estaba tan fría que no creo que Harriet se pusiera a nadar en medio de todo aquel jaleo. Pero si se le hubiese ocurrido, no habría pasado desapercibida y habría causado un gran revuelo. Éramos decenas de ojos en el puente, y en la parte continental se agolpaban entre doscientas y trescientas personas a lo largo de la orilla mirando todo aquello.

¿Y en una barca?

No. Aquel día había exactamente trece barcos en la isla de Hedeby. La mayoría de los barcos de recreo ya estaba fuera del agua. Abajo, en el puerto pequeño, dos barcos Pettersson se encontraban en el mar. Además, había siete barcas, de las cuales cinco se hallaban ya en tierra. Algo más abajo de la casa rectoral, había una barca más en tierra y otra en el agua; y en Ostergården, una lancha motora y una barca. Todos estos barcos están inventariados y permanecían en su sitio. Si hubiese pasado remando para luego marcharse, lógicamente tendría que haber dejado la barca en el otro lado.

Henrik Vanger levantó un cuarto dedo.

Así que sólo queda una posibilidad razonable: que Harriet desapareciera en contra de su voluntad. Alguien la mató y se deshizo del cuerpo.

Lisbeth Salander paso la mañana de Navidad leyendo el controvertido libro de Mikael Blomkvist sobre el periodismo económico. La obra, de doscientas diez páginas, se titulaba La orden del Temple y llevaba el subtítulo Deberes para periodistas de economía que no han aprendido bien su lección. La cubierta, diseñada por Christer Malm, era muy moderna y mostraba una foto del viejo edificio de la bolsa de Estocolmo, manipulada con Photoshop; contemplándola detenidamente uno se percataba de que el edificio estaba flotando en el aire. No tenía cimientos. Resultaba difícil imaginarse una portada que indicara los derroteros del libro de manera más explícita.

Salander constató que Blomkvist poseía un excelente estilo. El libro estaba redactado de manera directa e interesante; incluso aquellas personas que desconocieran los entresijos del periodismo económico podrían leerlo con gran provecho. El tono era mordaz y sarcástico, pero, sobre todo, convincente.

El primer capítulo consistía en una especie de declaración de guerra donde Blomkvist no se mordía la lengua.

Durante los últimos veinte años, los periodistas de economía suecos se habían convertido en un grupo de incompetentes lacayos que, henchidos por su propia vanidad, carecían del menor atisbo de capacidad crítica. A esta última conclusión había llegado a raíz de la gran cantidad de periodistas de economía que, una y otra vez, sin el más mínimo reparo, se contentaban con reproducir las declaraciones realizadas por los empresarios y los especuladores bursátiles, incluso cuando los datos eran manifiestamente engañosos y erróneos. En consecuencia, se trataba de periodistas o tan ingenuos y fáciles de engañar que ya deberían haber sido despedidos de sus puestos, o lo que sería peorque conscientemente traicionaban la regla de oro de su propia profesión: la de realizar análisis críticos para proporcionar al público una información veraz. Blomkvist reconocía que a menudo sentía vergüenza al ser llamado reportero económico, ya que, entonces, corría el riesgo de ser metido en el mismo saco que las personas a las que ni siquiera consideraba periodistas.

Blomkvist comparaba el trabajo de los analistas económicos con el de los periodistas de sucesos o los corresponsales enviados al extranjero. Se imaginaba el escándalo que se ocasionaría si el periodista de un importante diario que estuviera cubriendo, por ejemplo, el juicio de un asesinato reprodujera las afirmaciones del fiscal sin ponerlas en duda, dándolas automáticamente por verdaderas, sin consultar a la defensa ni entrevistar a la familia de la víctima, cosa que debería haber hecho para formarse su propia idea del asunto. Blomkvist sostenía que las mismas reglas tenían que aplicarse a los periodistas económicos.

El resto del libro estaba constituido por una serie de pruebas que demostraban con pelos y señales las acusaciones iniciales. Un largo capítulo examinaba la información presentada sobre una conocida empresa puntocom en seis de los diarios más importantes, así como en el Finanstidningen y el Dagens Industri, y en el programa televisivo A-ekonomi. Citaba y resumía lo que los reporteros habían dicho y escrito y luego lo contrastaba con la situación real. Al describir la evolución de esa empresa, aludía, una y otra vez, a esas sencillas preguntas que «un periodista serio» habría formulado, pero que la totalidad de los periodistas económicos había omitido. Una buena estrategia.

Otro de los capítulos trataba sobre la privatización de Telia y su consecuente lanzamiento de acciones. Era la parte más burlesca e irónica de todo el libro, y en ella se despellejaba, con nombres y apellidos, a unos cuantos periodistas, entre los cuales un tal William Borg parecía irritar especialmente a Mikael. Otro capítulo, ya casi al final del libro, comparaba la competencia de los reporteros de economía suecos con la de los extranjeros. Blomkvist describía cómo los «periodistas serios» del Financial Times, de The Economist y de algunas revistas alemanas de economía habían informado sobre temas similares en sus respectivos países. La comparación no resultaba muy ventajosa para los suecos. El último capítulo contenía un borrador sobre cómo podría remediarse esa penosa situación. Las palabras finales enlazaban con las del principio.

Si un reportero parlamentario ejerciera su oficio de idéntica manera, rompiendo una lanza a favor de cualquier decisión por absurda que ésta fuese, o si un periodista político se mostrase tan falto de criterio profesional, sería despedido de inmediato, por lo menos, reasignado a un departamento donde él, o ella, no pudiera ocasionar tanto daño. En el mundo del periodismo económico, sin embargo, la regla de oro de la profesión —hacer un análisis crítico e informar objetivamente del resultado a sus lectores— no parece tener validez. En su lugar, aquí se le rinde homenaje al sinvergüenza de más éxito. Así se crea también la Suecia del futuro y se mina la última confianza que la gente ha depositado en el gremio periodístico.

Palabras duras, sin pelos en la lengua, y con un tono mordaz. Salander entendía muy bien el indignado debate que se desencadenó tanto en la revista Journalisten, de ámbito profesional, como en revistas económicas y en las páginas de opinión y economía de los diarios. Aunque en el libro sólo se mencionaba con nombre y apellidos a unos pocos periodistas, Lisbeth Salander suponía que ese mundillo era lo suficientemente pequeño para que todos supieran exactamente a quién se refería Mikael cuando citaba a los distintos medios. Blomkvist se granjeó la acérrima enemistad de muchos de sus compañeros de profesión, algo que también se reflejó en la docena de comentarios con los que se regocijaron tras conocer la sentencia del caso Wennerström.

Cerró el libro y contempló la foto de la contracubierta: Mikael Blomkvist retratado de perfil. El flequillo rubio le caía de manera algo descuidada sobre la frente, como si una ráfaga de viento acabara de pasar justo antes de que el fotógrafo disparara, o como si (lo cual resultaba más plausible) Christer Malm, el jefe de fotografía, le hubiese hecho el estilismo. Miraba a la cámara con una sonrisa irónica y unos ojos que probablemente pretendieran tener encanto y resultar juveniles. «Un hombre bastante guapo, rumbo a tres meses de cárcel.»

Hola, Kalle Blomkvist —dijo en voz alta—. Eres un poco chulo, ¿no?

A la hora de comer, Lisbeth Salander encendió su iBook y abrió el programa Eudora de correo electrónico. Escribió el mensaje con una sola y concisa línea:

¿Tienes tiempo?

Firmó como Wasp y envió el correo a la dirección . Por si acaso, pasó la sencilla frase por el programa de criptografía PGP.

Luego se puso unos vaqueros negros, unos buenos zapatos de invierno, un jersey grueso de cuello vuelto, una cazadora oscura y unos guantes amarillos de lana, que hacían juego con el gorro y la bufanda. Se quitó los piercings de las cejas y de la nariz y se puso un carmín ligeramente rosado. Luego se examinó ante el espejo del cuarto de baño; parecía una viandante cualquiera en un domingo cualquiera. Consideró su indumentaria un camuflaje de combate lo suficientemente decente como para realizar una incursión más allá de las líneas enemigas. Cogió el metro desde Zinkensdamm hasta Östermalmstorg y echó a andar hacia Strandvägen. Paseaba por la parte central de la alameda mientras iba leyendo los números de los edificios. Casi a la altura del puente de Djurgården se detuvo y contempló el portal que estaba buscando. Cruzó la calle y esperó a unos metros de la puerta.

Constató que la mayoría de la gente que había salido a pasear, desafiando el frío del 26 de diciembre, andaba por el muelle; sólo unos pocos iban por la acera.

Tuvo que aguardar pacientemente casi media hora antes de que una vieja con bastón, que venía desde el puente, se acercara. La mujer paró y le lanzó una desconfiada mirada a Salander, quien sonrió con amabilidad y saludó con un cortés movimiento de cabeza. La señora del bastón devolvió el saludo y pareció hacer un esfuerzo mental para identificar a la joven muchacha. Salander dio media vuelta y se alejó unos pasos de la puerta, andando de un lado para otro, como si estuviera esperando con impaciencia a alguien. Cuando Lisbeth se volvió, la vieja ya había alcanzado el portal y estaba marcando meticulosamente el código de la cerradura electrónica. A Salander no le costó nada hacerse con él: 1260. Aguardó cinco minutos antes de acercarse al portal. Marcó el número y la cerradura se abrió con un clic. Empujó la puerta y echó un vistazo a la escalera. A unos metros de la entrada había una cámara de vigilancia que ella miró e ignoró; se trataba de un modelo comercializado por Milton Security que no se activaba hasta que saltara la alarma del inmueble, en caso de robo o atraco. Más adentro, a la izquierda de un ascensor muy antiguo, había otra puerta con cerradura de código; probó con el 1260 y constató que la combinación válida para el portal también servía para la puerta que llevaba al sótano y al cuarto de la basura. «¡Qué torpes!» Dedicó tres minutos exactos a estudiar la planta del sótano, donde localizó la lavandería común, con la llave sin echar, y el cuarto para los cubos de la basura. Luego sacó un juego de ganzúas, que había «tomado prestado» del experto en cerraduras de Milton Security, para abrir una puerta cerrada con llave que conducía a lo que parecía ser la sala de reuniones de la comunidad de vecinos. Más hacia el fondo del sótano había una sala de usos múltiples. Al final encontró lo que buscaba: un cuartito que hacía las veces de central eléctrica en el inmueble. Examinó los contadores, los fusibles y las cajas de derivación; acto seguido, sacó una cámara digital Canon, del tamaño de un paquete de tabaco. Hizo tres fotos de lo que le interesaba.

Al salir echó un rápido vistazo al panel situado junto al ascensor, donde figuraba el nombre del dueño del piso de la planta superior: Wennerström.

Abandonó el edificio y se fue andando apresuradamente al Museo Nacional, en cuya cafetería entró para calentarse y tomar un café. Al cabo de media hora volvió al barrio de Söder y subió a su casa.

Había recibido un correo de mail.com>. Tras descifrar el mensaje con el programa PGP descubrió que la respuesta consistía en un sólo número, el 20.

los hombres que no amaban a las mujeres: capítulo 4

Capítulo 4
Lunes, 23 de diciembre - Jueves, 26 de diciembre

Erika pasó todo el fin de semana con Mikael Blomkvist. No abandonaron la cama más que para ir al baño o comer un poco, aunque no sólo hicieron el amor; también pasaron horas y horas acostados pies contra cabeza hablando del futuro, sopesando sus consecuencias, sus posibilidades y sus riesgos. El lunes por la mañana, un día antes de Nochebuena, Erika le dio un beso de despedida until the next timey volvió a casa, con su marido.

Ese día Mikael lo dedicó, primero, a lavar los platos y a limpiar el apartamento, y luego a dar un paseo hasta la redacción para recoger las cosas de su despacho. No tenía ninguna intención de dejar la revista, pero finalmente consiguió convencer a Erika de que, durante un tiempo, era importante mantener alejado a Mikael Blomkvist de Millennium. A partir de ahora pensaba trabajar desde su casa, en Bellmansgatan.

Se encontraba solo en la redacción. Habían cerrado por Navidad y los empleados ya se habían largado. Estaba clasificando y metiendo papeles y libros en una caja de cartón para hacer la mudanza, cuando sonó el teléfono.

¿Me podría poner con Mikael Blomkvist? —preguntó una voz desconocida, que sonaba esperanzada al otro lado de la línea.

Soy yo.

Perdone que le moleste el día antes de Navidad. Mi nombre es Dirch Frode. —Mikael apuntó, de manera automática, el nombre y la hora—. Soy abogado y represento a un cliente que tiene muchas ganas de hablar con usted.

Bueno, pues dígale a su cliente que me llame.

Quiero decir que desea conocerle en persona.

De acuerdo, concierte una cita y luego diríjale aquí, a la oficina. Pero debe darse prisa porque estoy recogiendo mi mesa.

A mi cliente le gustaría mucho que fuera usted quien lo visitara a él. Reside en Hedestad, a tan sólo tres horas de tren.

Mikael dejó de ordenar papeles. Los medios de comunicación tienen la capacidad de atraer a la gente más chiflada, esa que acude con observaciones e ideas de lo más disparatado. Todas las redacciones del mundo reciben llamadas de ufólogos, grafólogos, cienciólogos, paranoicos y todo tipo de aficionados a teorías conspirativas.

En una ocasión Mikael había asistido en la sede de la Asociación Cultural Obrera a una conferencia del escritor Karl Alvar Nilsson con motivo del aniversario del asesinato del primer ministro Olof Palme. La conferencia era completamente seria y entre el público se encontraban el ex ministro Lennart Bodstrom y otros viejos amigos de Palme. Pero también se había presentado un número asombrosamente elevado de investigadores aficionados. Entre ellos, una mujer de unos cuarenta años que, durante la obligada sesión de preguntas, cogió el micrófono y luego bajó la voz hasta convertirla en un susurro apenas audible. Eso, ya de por sí, prometía una intervención interesante, de modo que nadie se sorprendió cuando la mujer empezó diciendo: «Sé quién asesinó a Olof Palme». Desde el estrado, los participantes propusieron de forma levemente irónica que si la mujer poseía una información vital, debía proporcionársela cuanto antes a la comisión investigadora pertinente. La mujer replicó rápidamente con otro susurro casi inaudible:

No puedo; ¡resulta demasiado peligroso!

Mikael se preguntaba si Dirch Frode no sería uno más de esos iluminados poseedores de la verdad que tal vez pensaban revelar el recóndito hospital psiquiátrico en el que la Säpo, la policía sueca de seguridad, llevaba a cabo experimentos de control mental.

No realizo visitas a domicilio contestó lacónicamente.

En ese caso espero convencerle para que haga una excepción. Mi cliente tiene más de ochenta años y le resultaría muy fatigoso viajar a Estocolmo. Si usted insiste, sin duda podríamos pensar en otra cosa, pero la verdad es que sería preferible que tuviera la amabilidad de...

¿Quién es su cliente?

Una persona de la que seguramente habrá oído hablar en su trabajo: el señor Henrik Vanger.

Asombrado, Mikael se reclinó en la silla. Henrik Vanger, ¡claro que había oído hablar de él! Industrial y ex director ejecutivo del Grupo Vanger, otrora sinónimo de serrerías, bosques, minas, acero, industria metalúrgica y textil, producción y exportación... Henrik Vanger fue en su día uno de los verdaderamente grandes; gozaba de la reputación de esos honrados patriarcas de la vieja estirpe que se mantenían firmes contra viento y marea. Junto a personas como Matts Carlgren, de MoDo, y Hans Werthén, de Electrolux, él era uno de los bastiones de la industria sueca, uno de los peces gordos de la vieja escuela. La columna vertebral de la industria de la sociedad del bienestar de Suecia y todo eso.

Sin embargo, durante los últimos veinticinco años el Grupo Vanger, todavía una empresa familiar, había sufrido los estragos de los ajustes estructurales, las crisis bursátiles, la crisis de los tipos de interés, la competencia asiática, la disminución de la exportación y otras desgracias que, en conjunto, habían relegado el nombre de Vanger al pelotón de cola. Hoy en día, la empresa estaba dirigida por Martin Vanger, nombre que Mikael asociaba al de un hombre gordito de abundante cabellera que, en alguna ocasión, había salido fugazmente por la tele, pero al que no conocía demasiado bien. Henrik Vanger llevaría seguramente unos veinte años fuera de la escena pública, y Mikael ni siquiera sabía que seguía vivo.

¿Por qué quiere verme Henrik Vanger? fue la pregunta lógica que hizo a continuación.

Lo siento. Soy el abogado de Henrik Vanger desde hace muchos años, pero debe ser él mismo quien se lo explique. Sí puedo adelantarle, no obstante, que desea hablarle de un posible trabajo.

¿Un trabajo? No tengo la menor intención de ponerme al servicio del Grupo Vanger. ¿Necesitan un secretario de prensa?

No se trata de ese tipo de empleo. Lo único que puedo decirle es que Henrik Vanger está sumamente ansioso por verle y tratar con usted un asunto privado.

No es usted muy preciso que digamos.

Le pido disculpas. Pero ¿existe alguna posibilidad de convencerle para que acuda a Hedestad? Naturalmente, correremos con todos los gastos y le recompensaremos razonablemente.

Me pilla en mal momento. Estoy muy ocupado... y supongo que habrá leído los periódicos estos últimos días.

¿El asunto Wennerström? —De repente oyó cómo Dirch Frode se reía ahogadamente al otro lado del teléfono—. Pues sí, una historia no del todo exenta de cierta gracia. Pero, a decir verdad, ha sido precisamente la atención que ha despertado el juicio lo que ha hecho que Henrik Vanger se fije en usted.

¿Ah sí? ¿Y cuándo querría verme Henrik Vanger?preguntó Mikael.

Lo antes posible. Mañana es Nochebuena; supongo que no querrá usted trabajar. ¿Qué le parece el día después de Navidad? O cualquier otro día entre Navidad y Nochevieja...

Ya veo que le corre prisa. Lo siento, pero si no me da más pistas sobre la finalidad de la visita no...

Puede estar tranquilo; le aseguro que la invitación es completamente seria. Henrik Vanger desea hablar con usted y con nadie más. Quiere ofrecerle, si le interesa, un trabajo como freelance. Yo sólo soy el mensajero. Los detalles se los tiene que dar él mismo.

Ésta es una de las llamadas más absurdas que he recibido en mucho tiempo. Déjeme que lo piense. ¿Cómo puedo localizarle?

Tras colgar el teléfono, Mikael se quedó sentado contemplando el desorden de su mesa. No tenía ni idea de por qué Henrik Vanger quería verle. En realidad, a Mikael no le entusiasmaba en absoluto viajar a Hedestad, pero el abogado Frode había conseguido despertar su curiosidad.

Encendió el ordenador, entró en Google y buscó las empresas Vanger. Aparecieron cientos de páginas. El Grupo Vanger se hallaba en decadencia, pero seguía saliendo prácticamente a diario en los medios de comunicación. Guardó una docena de artículos que hacían diferentes análisis de la empresa y luego buscó, por este orden, a Dirch Frode, Henrik Vanger y Martin Vanger.

Martin Vanger figuraba en numerosas páginas en calidad de actual director ejecutivo de las empresas Vanger. Los resultados de la búsqueda del abogado Dirch Frode eran escasos y discretos; figuraba como miembro de la junta directiva del club de golf de Hedestad y se le vinculaba al Rotary. Henrik Vanger aparecía, con una sola excepción, en textos que ofrecían un panorama histórico de las empresas del Grupo Vanger. La excepción la conformaba el breve reportaje que, a modo de felicitación, el periódico local Hedestads-Kuriren le hizo al viejo magnate en su ochenta cumpleaños. Mikael imprimió los textos que le parecieron más sustanciosos y elaboró un dossier de unas cincuenta páginas. Luego terminó de recoger su mesa, cerró las cajas de cartón y, sin saber a ciencia cierta cuándo regresaría ni siquiera si iba a regresar—, se fue a casa.

Lisbeth Salander pasó la Nochebuena en la residencia Äppelviken de Upplands-Väsby. Como regalos llevaba eau de toilette de Dior y una tarta inglesa de Åhléns. Estaba tomando café mientras observaba a una mujer de cuarenta y seis años que, torpemente, intentaba deshacer el nudo del lazo del regalo. Salander albergaba una ternura especial en la mirada, pero nunca dejaba de sorprenderle que la extraña mujer que tenía enfrente fuera su madre. Por mucho que lo intentara no podía detectar un mínimo parecido ni en el físico ni en la personalidad.

Finalmente la madre desistió de su esfuerzo y se quedó mirando el paquete con aire algo desamparado. No era uno de sus mejores días. Lisbeth Salander le acercó las tijeras que habían estado sobre la mesa, completamente visibles, todo el tiempo, y de repente a la madre se le iluminó la cara como si se despertara en ese mismo momento.

Pensarás que soy tonta.

No, mamá. No eres tonta. Pero la vida es injusta.

¿Has visto a tu hermana?

Hace mucho que no la veo.

Nunca me visita.

Ya lo sé, mamá. A mí tampoco.

¿Trabajas?

Sí, mamá. Me las arreglo muy bien.

¿Dónde vives? Ni siquiera sé dónde vives.

Vivo en tu vieja casa de Lundagatan. Llevo allí años. Me traspasaron el contrato de alquiler.

A lo mejor este verano quizá pueda hacerte una visita.

Claro que sí. Este verano.

Al final, la madre consiguió abrir el regalo y olió encantada el perfume.

Gracias, Camilla dijo la madre.

Lisbeth. Soy Lisbeth. Camilla es mi hermana.

La madre se avergonzó. Lisbeth Salander le propuso ir a la sala del televisor.

Mikael Blomkvist aprovechó la hora del programa televisivo navideño del Pato Donald para visitar a su hija Pernilla en casa de su ex, Monica, y su nuevo marido, que vivían en un chalé de Sollentuna. Le llevaba unos regalos a Pernilla; Monica y él habían acordado comprarle a la niña un iPod, un mp3 no mucho más grande que una caja de cerillas donde cabía toda la extensísima colección de discos de Pernilla. Un regalo un poco caro.

El padre y la hija pasaron una hora juntos en la habitación de ella, en la planta de arriba. La madre de Pernilla y Mikael se divorciaron cuando la niña sólo tenía cinco años, de modo que tuvo un nuevo padre a la edad de siete. Mikael siguió manteniendo el contacto; Pernilla lo visitaba una vez al mes y veraneaba algunas semanas en la casita de Sandhamn. No es que Monica hubiera intentado impedir el contacto, o que Pernilla no se encontrara a gusto en compañía de su padre; muy al contrario, el tiempo que pasaban juntos era para ambos muy placentero. Simplemente Mikael había dejado que su hija decidiera la frecuencia con la que deseaba verle, sobre todo desde que Monica se había vuelto a casar. Durante una época, al inicio de la adolescencia de la niña, el contacto cesó casi por completo, pero desde hacía dos años Pernilla quería a ver a su padre más a menudo.

La hija había seguido el juicio con la firme convicción de que su padre tenía razón; era inocente, pero no lo podía probar. Ella le habló de un noviete que tenía en el instituto, en otra clase del mismo curso, y sorprendió a su padre al confesarle que se había hecho miembro de una iglesia local y que se consideraba creyente. Mikael se abstuvo de hacer comentario alguno al respecto.

Lo invitaron a quedarse a cenar, pero se disculpó porque ya había aceptado la invitación de su hermana para pasar la noche con ella y su familia en la urbanización yuppie de Stäket. Por la mañana también había sido invitado a celebrar la Navidad con Erika y su marido en Saltsjöbaden. Declinó la invitación con la certeza de que la comprensiva actitud de Greger Beckman hacia los triángulos amorosos tenía un límite, y no albergaba ningún deseo de averiguar dónde se encontraba ese límite. Erika objetó que, en realidad, era su marido el que había propuesto invitarle, y se metió con él por no atreverse a participar en un trío. Mikael se rió; Erika sabía que él era un heterosexual de lo más simplón y que la oferta no iba en serio, pero la decisión de no pasar la Nochebuena en compañía del marido de su amante era inamovible.

Así que llamó a la puerta de la casa de su hermana Annika Blomkvist —ahora Annika Giannini—, donde su marido, de origen italiano, dos niños y medio ejército de familiares del marido estaban a punto de cortar el típico jamón asado navideño. Durante la cena contestó a diferentes preguntas sobre el juicio y recibió una serie de consejos bienintencionados, pero completamente inútiles.

Sólo la hermana de Mikael se abstuvo de comentar la sentencia, a pesar de ser la única de todos los presentes que sabía de leyes. Annika se había sacado la carrera de derecho con la gorra. Hizo sus prácticas en el tribunal de primera instancia y luego trabajó como ayudante del fiscal durante algunos años hasta que, junto con un par de amigos, abrió su propio bufete en Kungsholmen. Se especializó en derecho familiar y, sin que Mikael se diera realmente cuenta de cómo ocurrió, su hermana pequeña empezó a aparecer en periódicos y tertulias de televisión, en calidad de célebre feminista y defensora de los derechos de la mujer. A menudo representaba a mujeres amenazadas o perseguidas por maridos y antiguos novios.

Cuando Mikael estaba ayudando a su hermana a preparar café, ella le puso una mano sobre el brazo y quiso saber cómo se encontraba. Le confesó que estaba hecho mierda.

La próxima vez, contrata a un abogado de verdad.

Este caso no lo habría ganado ni el mejor abogado del mundo.

¿Qué pasó en realidad?

Ahora no, hermanita; otro día.

Antes de volver al salón con la tarta y el café, Annika lo abrazó y le dio un beso en la mejilla.

Sobre las siete de la tarde, Mikael se disculpó y preguntó si podía usar el teléfono de la cocina. Llamó a Dirch Frode; al otro lado de la línea percibió un murmullo de voces.

Feliz Navidad le dijo Frode—. ¿Se ha decidido?

No tengo nada mejor que hacer y ha conseguido despertar mi curiosidad. Iré allí pasado mañana, si le parece bien.

Estupendo. Si supiera la satisfacción que me da escuchar su respuesta... Perdóneme, pero tengo a mis hijos y nietos en casa y apenas consigo oír nada. ¿Le puedo llamar mañana para acordar la hora?

Antes de que terminara la noche Mikael Blomkvist ya se había arrepentido de su decisión, pero le parecía demasiado complicado volver a llamar para excusarse, así que la mañana del 26 de diciembre cogió un tren en dirección al norte. Tenía carné de conducir, pero nunca le había atraído la idea de comprarse un coche.

Frode estaba en lo cierto: no se trataba de un viaje muy largo. Una vez pasada Uppsala empezó ese rosario de perlas de pequeñas ciudades industriales que se extiende a lo largo de la costa de Norrland. Hedestad era una de las más pequeñas, a poco más de una hora al norte de Gävle.

La noche anterior había nevado copiosamente. Al apearse del tren el cielo estaba despejado y el aire era gélido. Mikael advirtió enseguida que no llevaba la ropa adecuada para protegerse de los rigores del invierno de Norrland. Dirch Frode, que ya conocía su aspecto, fue a buscarlo amablemente al andén y se apresuró a conducirlo al cálido interior de un Mercedes. En Hedestad las máquinas quitanieves funcionaban a pleno rendimiento, y Frode avanzaba con cuidado entre los montones de nieve acumulados en los márgenes de las calles. La nieve suponía un contraste exótico con Estocolmo, casi como si estuviera en otro mundo, y eso que sólo se hallaba a poco más de tres horas de la plaza de Sergel. Mikael miró de reojo al abogado: una cara de facciones angulosas, con escaso pelo blanco cortado a cepillo y gruesas gafas sobre una nariz prominente.

¿Es su primera visita a Hedestad? —preguntó Frode.

Mikael asintió.

Es una vieja ciudad industrial con puerto. No es muy grande, sólo tiene veinticuatro mil habitantes, pero la gente está a gusto aquí. Henrik vive en Hedeby, justo en la entrada sur de la ciudad.

¿Y usted también vive aquí?

Pues sí. Nací en Escania, pero empecé a trabajar para Vanger nada más licenciarme, en 1962. Soy abogado de empresa, y con los años Henrik y yo nos hicimos amigos. En realidad, estoy retirado; Henrik es mi único cliente. También se ha jubilado, claro, de modo que apenas requiere ya mis servicios.

Sólo cuando se trata de engatusar a periodistas de maltrecha reputación.

No se subestime. No es usted el único que ha perdido un asalto contra Hans-Erik Wennerström.

Mikael miró de reojo a Frode, sin saber muy bien cómo interpretar lo que éste acababa de decir.

Esta invitación ¿tiene algo que ver con Wennerström? —preguntó.

No contestó Frode—. Henrik Vanger no es precisamente muy amigo de Wennerström, por decirlo de alguna manera, y ha seguido el juicio con mucho interés, pero desea verle a usted a causa de un asunto completamente diferente.

Que no me quiere comentar.

Que a mí no me incumbe comentar. Lo hemos preparado todo para que usted pase la noche en casa de Henrik Vanger. Si no le apetece quedarse allí, podemos reservar una habitación en el Stora Hotellet, en la ciudad.

Bueno, quizá vuelva a Estocolmo esta misma noche.

A la entrada de Hedeby todavía no habían pasado las máquinas quitanieves, razón por la cual Frode avanzaba con mucha dificultad, siguiendo las huellas que otros coches habían dejado en la carretera. Hedeby estaba constituido por un núcleo de viejas construcciones de madera, al estilo de los antiguos poblados industriales del golfo de Botnia. En las inmediaciones, había chalés más modernos y grandes. El viejo pueblo empezaba en el continente y continuaba, una vez pasado un puente, en una isla de accidentado relieve. En la parte continental, al lado del puente, se alzaba una pequeña iglesia blanca de piedra; justo enfrente un rótulo luminoso de los de antes rezaba

«Café de Susanne. Panadería y pastelería». Frode siguió todo recto unos cien metros y luego giró a la izquierda para ir a parar a un patio, limpio de nieve, delante de un edificio de piedra. La casa era demasiado pequeña para llamarla mansión, pero considerablemente más grande que las edificaciones de alrededor. No había ninguna duda de que aquello era el dominio del patriarca.

Esta es la Casa Vanger dijo Dirch Frode—. Solía haber mucha vida y movimiento aquí, pero hoy en día sólo está habitada por Henrik y un ama de llaves, así que hay cuartos de invitados de sobra.

Bajaron del coche.

La tradición dicta que el que dirija las empresas del Grupo Vanger viva aquí, pero Martin Vanger quería algo más moderno. Por eso se construyó un chalé en aquella punta de la isla dijo Frode, señalando hacia el norte.

Mikael recorrió los alrededores con la mirada y se preguntó qué loco impulso le habría llevado a aceptar la invitación del abogado Frode. Estaba decidido a volver a Estocolmo esa misma noche si era posible. Una escalera de piedra conducía a la entrada, cuya puerta se abrió justo cuando Mikael alcanzó el último peldaño; en seguida reconoció a Henrik Vanger.

En las fotos de Internet salía más joven, pero se le veía sorprendentemente vigoroso para tener ochenta y dos años, un cuerpo fibroso, cara de pocos amigos, la piel curtida, y un voluminoso pelo gris peinado hacia atrás que insinuaba unos genes nada propensos a la calvicie. Vestía pantalones oscuros bien planchados, camisa blanca y una desgastada chaqueta de punto marrón. Lucía un fino bigote y unas gafas de elegante montura metálica.

Soy Henrik Vanger saludó—. Gracias por aceptar mi invitación.

Buenas tardes. Una invitación que me ha sorprendido.

Entra; hace frío. He mandado que te preparen una habitación ¿Quieres asearte un poco? Cenaremos dentro de un rato. Te presento a Anna Nygren, la mujer que se ocupa de mí.

Mikael estrechó la mano de una mujer de baja estatura y de unos sesenta años. Ella le cogió el abrigo, se lo colgó en un armario y le ofreció unas zapatillas para protegerse de las corrientes de aire del suelo.

Mikael le dio las gracias y luego se dirigió a Henrik Vanger:

No sé si me quedaré a cenar. Dependerá de qué vaya este juego.

Henrik Vanger intercambió una mirada con Dirch Frode. Existía entre los dos hombres una complicidad que Mikael no supo interpretar.

Creo que aprovecharé la ocasión para despedirme dijo Dirch Frode—. Debo regresar y amansar a mis nietos antes de que me tiren toda la casa abajo.

Acto seguido le comentó a Mikael:

Vivo nada más pasar el puente a la derecha; el tercer chalé que hay a orillas del mar después de la pastelería. Son cinco minutos a pie. Si me necesita, no tiene más que llamarme.

Mikael metió la mano en el bolsillo y encendió una grabadora. «¿Paranoico, yo?» No tenía ni idea de lo que deseaba Henrik Vanger, pero después de todo ese jaleo con Wennerström quería una documentación exacta de cada una de las cosas raras que le pasaran, y esa repentina invitación a Hedestad pertenecía, sin duda, a esa categoría.

El viejo industrial se despidió de Dirch Frode dándole unas palmadas en el hombro, cerró la puerta y centró su interés en Mikael.

En ese caso, quizá deba ir al grano. No se trata de ningún juego. Quiero hablar contigo, pero la conversación requiere su tiempo. Te ruego que me escuches hasta el final y que no tomes ninguna decisión hasta que haya acabado. Eres periodista y deseo contratarte para un trabajo de freelance. Anna ha servido el café arriba, en mi despacho.

Henrik Vanger empezó a subir las escaleras y Mikael lo siguió. Entraron en un despacho alargado, de unos cuarenta metros cuadrados aproximadamente, situado en una de las partes laterales de la casa. Una de las paredes longitudinales estaba presidida, de arriba abajo, por una librería de unos diez metros de largo, con una magnífica mezcla de literatura de ficción, biografías, libros de historia, de comercio e industria, y numerosas carpetas de tamaño DIN-A4. Los libros estaban colocados sin ningún tipo de orden aparente. Daba la impresión de ser una librería que se utilizaba, y Mikael sacó la conclusión de que Henrik Vanger era un gran lector. En la pared de enfrente había una mesa de roble de color oscuro, dispuesta de modo que el que se sentara allí podía contemplar toda la habitación. La pared de detrás de la mesa albergaba una numerosa colección de cuadros con flores prensadas dispuestos en meticulosas filas.

Desde la fachada lateral, Henrik Vanger tenía vistas al puente y a la iglesia. Junto a la ventana había un tresillo con una mesita, donde Anna había puesto el servicio de café, un termo, pastas y bollos.

Henrik Vanger hizo un gesto a modo de invitación que Mikael fingió no entender; en su lugar se paseó por la sala con curiosidad y examinó primero la librería y luego la pared con los cuadros. La mesa de trabajo, sobre la que había una pila de papeles, estaba perfectamente limpia y ordenada. En uno de los extremos, la fotografía enmarcada de una chica joven y morena, guapa pero de mirada traviesa. «Una joven señorita a punto de volverse peligrosa», pensó Mikael. Parecía una foto de primera comunión; casi había perdido el color y daba la impresión de llevar allí muchos años. De repente, Mikael advirtió que Henrik Vanger le estaba observando.

¿Te acuerdas de ella, Mikael?

¿Yo? preguntó Mikael, levantando las cejas.

Sí, tú la conoces. De hecho, ya has estado antes en esta habitación.

Mikael miró a su alrededor y negó con la cabeza.

No, ¿cómo te vas a acordar? Sin embargo, yo conocí a tu padre. Contraté a Kurt Blomkvist varias veces como instalador y técnico de máquinas durante los años cincuenta y sesenta. Un hombre inteligente. Intenté convencerlo para que continuara sus estudios e hiciera ingeniería. Te pasaste todo el verano de 1963 en esta misma casa, cuando cambiamos toda la maquinaria de la fábrica de papel de Hedestad. Resultaba difícil encontrar una vivienda para tu familia, pero lo solucionamos dejándoos la casita de madera que está al otro lado del camino. Puedes verla desde aquí.

Henrik Vanger se acercó a la mesa y cogió el retrato.

Es Harriet Vanger, la nieta de mi hermano Richard. Ella te cuidó muchas veces durante aquel verano. Tú tenías dos años, a punto de cumplir tres. O quizá ya los tuvieras; no me acuerdo. Ella tenía doce.

Perdóname, pero no guardo ni el más mínimo recuerdo de lo que me estás contando.

Mikael ni siquiera estaba convencido de que lo que decía Henrik Vanger fuera cierto.

Lo entiendo. Pero yo sí me acuerdo de ti. Estabas siempre correteando de aquí para allá mientras Harriet te perseguía. Yo podía oír tus gritos cada vez que tropezabas y te caías en algún sitio. Recuerdo que, en una ocasión, te di un juguete, un tractor amarillo de hojalata con el que yo mismo había jugado de niño, y que te encantaba. Creo que por el color.

De repente, Mikael se quedó helado. Efectivamente, había un tractor amarillo. Cuando se hizo mayor, pasó a decorar una de las estanterías de su habitación.

¿Te acuerdas del juguete?

Sí. Puede que te interese saber que aquel tractor todavía existe, está en Estocolmo, en el museo del juguete de Manatorget. Lo doné hace diez años, cuando estuvieron pidiendo viejos juguetes originales.

¿De verdad? —Henrik Vanger soltó una carcajada de satisfacción—. Déjame que te enseñe...

Se acercó a la librería y sacó un álbum de fotos de uno de los estantes inferiores. Mikael advirtió que al viejo le costaba agacharse, por lo que tuvo que apoyarse en la librería cuando se volvió a incorporar. Mientras hojeaba el álbum, Henrik Vanger le hizo un gesto a Mikael para que se sentara. Sabía muy bien lo que estaba buscando, de modo que en un santiamén puso el álbum encima de la mesita. Señaló con el dedo una fotografía en blanco y negro en la que se veía la sombra del fotógrafo en la parte inferior. En primer plano, un niño rubio con pantalones cortos miraba a la cámara fijamente, algo aturdido y con cierta preocupación.

Éste eres tú ese mismo verano. Tus padres están al fondo, sentados en los sillones del jardín. Tu madre tapa parcialmente a Harriet y el chico que se encuentra a la izquierda de tu padre es el hermano de Harriet, Martin Vanger, hoy en día director del Grupo Vanger.

No tuvo ninguna dificultad en reconocer a sus padres. Su hermana estaba en camino, así que el embarazo de su madre resultaba evidente. Contempló la fotografía con sentimientos encontrados mientras Henrik Vanger servía café y le acercaba un plato con bollos.

Ya sé que tu padre falleció. ¿Tu madre vive aún?

No contestó Mikael—. Murió hace tres años.

Una mujer simpática. La recuerdo perfectamente.

Sí, pero estoy convencido de que no me has hecho venir hasta aquí para hablarme de viejos recuerdos familiares.

Tienes razón. Llevo varios días preparando lo que voy a decirte, pero ahora que, por fin, te tengo delante, no sé muy bien por dónde empezar. Supongo que has leído algo sobre mí antes de aceptar la invitación. Si es así, ya sabrás, sin duda, que en su día ejercí una gran influencia sobre la industria y el mercado de trabajo del país. Hoy no soy más que un viejo que va a morir dentro de poco; mira, la muerte tal vez sea un excelente punto de partida para esta conversación.

Mikael le dio un sorbo al café ¡de puchero!mientras se preguntaba dónde desembocaría la historia.

Me duelen las caderas y me cuesta dar largos paseos. Algún día tú mismo también comprobarás cómo los viejos se van quedando sin fuerzas. Yo no tengo demencia senil ni estoy obsesionado con la muerte, pero me encuentro ya en esa edad en la que debo aceptar que mi tiempo se está acabando. Llega una hora en la que uno quiere hacer balance de su vida y concluir las cosas que están a medio terminar. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

Mikael asintió. La voz de Henrik Vanger era firme y clara; a Mikael ya le había quedado claro que el anciano hablaba con cordura y no estaba senil.

Lo que no acabo de entender es qué pinto yo en todo esto insistió.

Te he pedido que vengas porque quiero que me ayudes con ese balance final. Me quedan algunas cosas por aclarar.

¿Por qué yo? Quiero decir... ¿qué te hace pensar que yo puedo ayudarte?

Porque cuando empecé a pensar en contratar a alguien, tu nombre salió en el caso Wennerström. Sabía quién eras. Y quizá también porque te tuve en mis rodillas siendo tú un chavalín. Hizo un gesto de rechazo con la mano—. No, no me malinterpretes. No cuento con que me ayudes por razones sentimentales. Sólo te estoy explicando por qué tuve el impulso de contactar precisamente contigo.

Mikael se rió amablemente.

Bueno, me temo que son unas rodillas de las que no me acuerdo muy bien. Pero ¿cómo sabías que era yo? Eso fue a principios de los años sesenta...

Perdona, no lo has entendido. Os mudasteis a Estocolmo cuando tu padre consiguió un trabajo como jefe de taller de Zarinders Mekaniska, una de las muchas empresas que formaban parte del Grupo Vanger. Fui yo quien le recomendó para el puesto. No tenía formación, pero yo sabía que valía mucho. Me encontré con él varias veces a lo largo de los años, cuando yo iba a Zarinders por algún asunto. Tal vez no fuéramos íntimos amigos, pero siempre hablábamos. La última vez que le vi fue un año antes de morir; entonces me contó que te habían aceptado en la Escuela Superior de Periodismo. Estaba muy orgulloso. Luego, poco después, te hiciste famoso con lo de aquella banda de atracadores y el apodo Kalle Blomkvist. Durante todos estos años he seguido tu trayectoria profesional y he leído muchos de tus artículos. La verdad es que leo Millennium bastante a menudo.

Vale, de acuerdo. Pero ¿qué es exactamente lo que quieres que yo haga?

Henrik Vanger bajó la mirada durante un breve momento; luego tomó un sorbo de café, como si necesitara un descanso antes de abordar el verdadero asunto.

—Mikael, ante todo me gustaría hacer un trato contigo. Quiero que hagas dos cosas. Una es el pretexto y la otra es el verdadero motivo.

¿Qué tipo de trato?

Te voy a contar una historia en dos partes. La primera parte versa sobre la familia Vanger. Es el pretexto. Es una historia larga y oscura, pero intentaré atenerme a la verdad sin maquillarla. La segunda parte aborda el asunto en sí. Creo que en ciertos momentos mis palabras te parecerán... una locura. Lo que te pido es que me prestes atención hasta el final, que escuches lo que quiero que hagas y lo que te ofrezco a cambio antes de decidir si aceptas el encargo o no.

Mikael suspiró. Resultaba obvio que Henrik Vanger no tenía ninguna intención de presentar el tema de manera breve y concisa, y permitirle, así, coger el tren de la tarde. Mikael tuvo el presentimiento de que si llamaba a Dirch Frode para pedirle que lo llevara a la estación, seguramente le diría que el coche no arrancaba a causa del frío.

Sin duda, el viejo habría dedicado muchas horas a tramar un plan para que mordiera el anzuelo. A Mikael le dio la impresión de que todo lo que había ocurrido desde que entró en la habitación seguía un guión elaborado de antemano: la sorpresa inicial de que había conocido a Henrik Vanger de niño, la foto de sus padres en el álbum y la insistencia en el hecho de que Henrik Vanger y el padre de Mikael habían sido amigos, la coba que le estaba dando con eso de que sabía quién era y que llevaba muchos años siguiendo a distancia su carrera periodística... probablemente todo eso tuviera una parte de verdad, pero, al mismo tiempo, se trataba de psicología de lo más elemental. En otras palabras, Henrik Vanger era un hábil manipulador; contaba con una dilatada experiencia tratando con gente bastante más dura de pelar, sobre todo en reuniones con directivos celebradas a puerta cerrada. No se había convertido en uno de los magnates más poderosos de Suecia por pura casualidad.

Mikael llegó a la conclusión de que Henrik Vanger quería encargarle algo que probablemente no tuviera ningún interés en hacer. Lo único que quedaba era averiguar de qué se trataba y luego declinar la oferta. Y a lo mejor le daría tiempo a coger el tren de la tarde.

Sorry, no deal contestó Mikael tras mirar el reloj—. Llevo aquí veinte minutos. Te doy exactamente treinta para que me cuentes lo que quieres. Luego llamaré a un taxi y me iré a casa.

Por un instante, Henrik Vanger abandonó su papel de patriarca bondadoso, y Mikael pudo imaginarse a un industrial sin escrúpulos en sus mejores días, afectado por algún contratiempo u obligado a tratar con algún directivo joven y rebelde. Su boca se torció dibujando una agria sonrisa.

Vale, de acuerdo.

Es muy sencillo; no hace falta dar tantos rodeos. Explícame qué es lo que quieres y déjame decidir si deseo hacerlo o no.

¿Me estás diciendo que si no consigo convencerte en treinta minutos, tampoco seré capaz de hacerlo en treinta días?

Más o menos.

Ya, pero es que mi historia es larga y complicada.

Abrevia y simplifica. Es lo que hacemos en periodismo. Veintinueve minutos.

Henrik Vanger levantó una mano.

Basta ya. He captado la idea, aunque exagerar nunca es una buena táctica psicológica. Necesito una persona que pueda investigar y pensar de manera crítica, pero que también tenga integridad. Creo que tú la tienes... ¡y no te estoy haciendo la pelota! Un buen periodista debe poseer esas características; leí con gran interés tu libro La orden del Temple. Es completamente cierto que te elegí porque conocía a tu padre y porque sé quién eres. Si lo he entendido bien, te han despedido de la revista después del caso Wennerström, o quizá la hayas dejado voluntariamente. En cualquier caso, eso significa que, de momento, no tienes trabajo, y no hace falta ser muy inteligente para comprender que probablemente te encuentres en una situación económica algo complicada.

Y has pensado que podrías aprovecharte de mi precaria situación, ¿verdad?

Tal vez sea así. Pero Mikael, ¿puedo seguir llamándote Mikael?, no pienso mentirte o inventarme excusas; ya no tengo edad para eso. Si no te gusta lo que te voy a contar, me puedes mandar a freír espárragos. En ese caso me veré obligado a buscar a otra persona.

De acuerdo. ¿En qué consiste el trabajo?

¿Cuánto sabes de la familia Vanger?

Mikael hizo un gesto con los brazos sin saber muy bien qué contestar.

Bueno, más o menos lo que he podido leer en Internet desde que me llamó Frode el lunes. En su época, el Grupo Vanger era uno de los grupos industriales de más peso de todo el país, pero hoy en día la empresa se ha visto considerablemente reducida. Martin Vanger es el director ejecutivo. De acuerdo, sé dos o tres cosas más, pero ¿adónde quieres ir a parar?

Martin es... es una buena persona, pero, en el fondo, es un marinero de agua dulce. Como director ejecutivo de una empresa en crisis no da la talla. Apuesta por la modernización y la especialización, cosa que me parece bien, pero le cuesta llevar a buen puerto sus ideas y, lo que es peor, encontrar financiación. Hace veinticinco años el Grupo Vanger era un serio competidor de las empresas Wallenberg. Llegamos a tener cuarenta mil empleados en Suecia; generamos empleo e ingresos para todo el país. En la actualidad la mayoría de esos puestos de trabajo está en Corea o Brasil. Hoy contamos con unos diez mil empleados y dentro de uno o dos años, a no ser que Martin levante el vuelo, tal vez bajemos a cinco mil, distribuidos, fundamentalmente, en pequeñas fábricas. En otras palabras: las empresas Vanger están a punto de ser enviadas al vertedero de la historia.

Mikael asintió con la cabeza; se correspondía más o menos con las conclusiones que había sacado al leer los textos de Internet.

Las empresas Vanger siguen siendo una de las pocas empresas estrictamente familiares del país, con una treintena de miembros de la familia como socios minoritarios en distinta medida. Algo que siempre ha sido nuestro fuerte, pero también nuestra mayor debilidad.

Henrik Vanger hizo una breve pausa retórica. Luego continuó hablando con una marcada intensidad en la voz.

—Mikael, luego podrás hacerme las preguntas que quieras, pero ahora créeme si te digo que odio a la mayoría de los miembros de la familia Vanger. Mi familia está compuesta en su mayoría por piratas, avaros, tiranos e incompetentes. Dirigí la empresa durante treinta y cinco años, y me vi constantemente envuelto en irreconciliables disputas con los demás miembros de la familia. Ellos eran mis mayores enemigos, no el Estado ni las empresas competidoras.

Hizo otra pausa.

Te he dicho que me gustaría encargarte dos cosas. Quiero que escribas una historia o una biografía de la familia Vanger. Para simplificar la llamaremos «mi autobiografía». No será una lectura muy edificante, sino una historia de odio, de peleas familiares y una avaricia desmesurada. Pondré a tu disposición todos mis diarios y archivos. Tendrás acceso libre a mis pensamientos más íntimos y podrás publicar absolutamente toda la mierda que encuentres, sin restricciones. Creo que esta historia hará que Shakespeare parezca un simple cuento para niños.

¿Por qué?

¿Por qué quiero publicar una escandalosa historia sobre la familia Vanger, o por qué quiero pedirte a ti que la escribas?

Las dos cosas, supongo.

Sinceramente, no me importa si el libro se publica o no. Pero la verdad es que sí considero que la historia debe escribirse, aunque sólo entregaras un único ejemplar a la Biblioteca Real. Quiero que las futuras generaciones tengan acceso a mi historia cuando yo muera. Mi motivo es el más simple de todos: la venganza.

¿De quién quieres vengarte?

No hace falta que me creas, pero he intentado ser honrado, aun siendo capitalista y líder industrial. Estoy orgulloso del hecho de que mi nombre sea sinónimo de un hombre que ha mantenido su palabra y cumplido sus promesas. Nunca me he metido en juegos políticos. Nunca he tenido problemas en negociar con los sindicatos. Hasta el mismísimo primer ministro Tage Erlander me respetaba en su época. Para mí se trataba de ética; yo era el responsable del sustento de miles de personas y me preocupaban mis empleados. Por raro que parezca, Martin tiene la misma actitud, aunque su personalidad es completamente distinta. También ha intentado hacer lo correcto. Quizá no lo hayamos conseguido siempre, pero en general hay pocas cosas de las que me avergüence.

»Desgraciadamente, me temo que Martin y yo constituimos raras excepciones en nuestra familia prosiguió Henrik Vanger—. Las empresas Vanger se hallan actualmente en declive por muchas razones, pero una de las más importantes es la avaricia y el deseo de ganar dinero a muy corto plazo de muchos de mis parientes. Si asumes el encargo, te explicaré exactamente cómo ha actuado mi familia para hundir al Grupo Vanger.

Mikael reflexionó un instante.

Vale. Yo tampoco te voy a mentir. Escribir un libro así me llevaría meses. No tengo ni ganas ni energía para hacerlo.

Creo que podré convencerte.

Lo dudo. Pero has dicho que se trataba de dos cosas. Éste era el pretexto. ¿Cuál es el verdadero motivo?

Henrik Vanger se levantó, también esta vez con mucho esfuerzo, y cogió la fotografía de Harriet Vanger de la mesa de trabajo. La colocó ante Mikael.

La razón de ser de la biografía sobre la familia Vanger es que elabores, con ojos de periodista, un minucioso retrato de cada uno de sus miembros. Así tendrás la excusa perfecta para hurgar en la historia de la familia. Lo que realmente deseo que hagas es resolver un enigma. Ésa es tu misión.

¿Un enigma?

Harriet era la meta de mi hermano Richard. Éramos cinco hermanos. Richard, el mayor, nació en 1907. Yo, el más joven, nací en 1920. No entiendo cómo pudo Dios crear a unos hermanos que...

Durante algunos segundos Henrik Vanger perdió el hilo y pareció ensimismarse en sus propios pensamientos. Luego se dirigió a Mikael con una nueva determinación en la voz.

Déjame que te hable de mi hermano Richard Vanger. Será una muestra de la crónica familiar que quiero que redactes.

Se sirvió café y le ofreció más a Mikael.

En 1924, a la edad de diecisiete años, Richard era un fanático nacionalista que odiaba a los judíos y que se unió a la Asociación Nacionalsocialista Sueca para la Libertad, uno de los primeros grupos nazis del país. ¿No resulta fascinante que los nazis siempre consigan introducir la palabra «libertad» en su propaganda?

Henrik Vanger sacó otro álbum de fotos y lo hojeó hasta encontrar la página que buscaba.

Aquí está Richard en compañía del veterinario Birger Furugård, que no tardó en convertirse en líder del llamado Movimiento Furugård, el gran movimiento nazi de principios de los años treinta. Pero Richard no se quedó con él. Sólo un año después se unió a la OLFS, la Organización de Lucha Fascista de Suecia. Allí conoció a Per Engdahl y a otros individuos que con los años se convertirían en la vergüenza política del país.

Pasó la página del álbum: Richard Vanger en uniforme.

En 1927 se alistó en el ejército, en contra de la voluntad de nuestro padre, y durante los años treinta fue de grupo en grupo por los movimientos nazis del país. Si existía una organización de conspiración enfermiza, puedes estar seguro de que su nombre se encontraba en la lista de miembros. En 1933 se fundó el movimiento Lindholm, o sea, el Partido Obrero Nacionalsocialista. ¿Hasta qué punto estás familiarizado con la historia del nazismo sueco?

No soy historiador, pero he leído algún libro sobre el tema.

En 1939 comenzó la segunda guerra mundial y en 1940 la guerra de Invierno de Finlandia. Un gran número de activistas del movimiento Lindholm se alistaron como voluntarios. Richard era uno de ellos; a la sazón, capitán del ejército sueco. Cayó en el campo de batalla en febrero de 1940, poco antes del tratado de paz con la Unión Soviética. Se convirtió en mártir del movimiento nazi y se creó un grupo de lucha que llevaba su nombre. Hoy en día todavía se congregan unos cuantos chalados en un cementerio de Estocolmo en la fecha del aniversario de la muerte de Richard Vanger, para rendirle homenaje.

Entiendo.

En 1926, a la edad de diecinueve años, salió con una mujer llamada Margareta, hija de un profesor de Falun. Se conocieron en los círculos políticos y tuvieron una relación de la que nació un hijo, Gottfried, en 1927. Richard se casó con Margareta cuando el niño vino al mundo. Durante la primera mitad de los años treinta, mi hermano dejó a su esposa y a mi sobrino aquí, en Hedestad, mientras él estaba destinado en el regimiento de Gävle. En su tiempo libre viajaba promocionando el nazismo. En 1936 tuvo un fuerte enfrentamiento con mi padre, quien, como consecuencia de ello, le negó todo tipo de ayuda económica. Después tuvo que arreglárselas él sólito. Se trasladó con su familia a Estocolmo, donde vivía con bastante austeridad.

¿No tenía dinero propio?

La herencia estaba bloqueada en las empresas. No podía vender fuera de la familia. A eso hay que añadir que Richard, en casa, era un violento tirano con pocos rasgos reconciliadores. Pegaba a su mujer y maltrataba a su hijo. Gottfried creció como un chico humillado y sometido a sus órdenes. Tenía trece años cuando Richard cayó en el campo de batalla; creo que fue el día más feliz de su vida hasta entonces. Mi padre se compadeció de la viuda y el niño y los trajo aquí, a Hedestad; los alojó en un piso y se aseguró de que Margareta tuviera una vida digna.

»Si Richard representa el lado oscuro y fanático de la familia, Gottfried encarna al perezoso. Cuando el joven tenía dieciocho años, yo me hice cargo de él porque al fin y al cabo se trataba del hijo de mi hermano muerto, pero debes recordar que la diferencia de edad entre nosotros no era muy grande. Sólo le sacaba siete años. Ya en aquella época yo formaba parte de la dirección del Grupo Vanger y había quedado claro que sucedería a mi padre, mientras que a Gottfried se le consideraba más bien un extraño en la familia.

Henrik Vanger reflexionó un instante.

Mi padre no sabía muy bien cómo debía comportarse con su nieto y fui yo quien insistió en que había que hacer algo. Le di trabajo dentro del Grupo. Eso fue después de la guerra. Intentó hacer bien su trabajo, de eso no me cabe duda, pero le costaba concentrarse. Era un «viva la Virgen», un donjuán y un juerguista; gustaba a las mujeres y había períodos en los que bebía demasiado. Me resulta difícil describir mis sentimientos hacia él... No era un inútil, pero resultaba cualquier cosa menos fiable, y a menudo me decepcionaba profundamente. Con los años se convirtió en un alcohólico, y en 1965 falleció ahogado en un accidente justo al otro lado de la isla de Hedeby, donde tenía una cabaña que él mismo mandó construir y donde solía acudir para beber.

Entonces, ¿se trata del padre de Harriet y Martin? preguntó Mikael, señalando con el dedo el retrato de la mesa. Muy a su pesar tuvo que reconocer que la historia del viejo le empezaba a interesar.

Correcto. A finales de los años cuarenta, Gottfried conoció a una mujer llamada Isabella Koenig, una niña alemana que vino a parar a Suecia después de la guerra. Isabella era realmente guapa; quiero decir que tenía una belleza deslumbrante, como la de Greta Garbo o Ingrid Bergman. Sin duda los genes que Harriet ha heredado son más bien de Isabella y no de Gottfried; como puedes ver en la fotografía, ya era muy guapa con sólo catorce años.

Los dos contemplaron el retrato.

Permíteme continuar. Isabella nació en 1928 y sigue viva. Cuando tenía once años estalló la guerra; ya te puedes figurar cómo sería la vida de una adolescente en Berlín mientras los aviones dejaban caer sus bombas. Me imagino que al desembarcar en Suecia se sintió como si hubiese llegado al paraíso en la Tierra. Desgraciadamente compartía demasiados de los vicios de Gottfried; derrochaba el dinero y estaba de juerga constantemente. A veces, ella y Gottfried parecían más compañeros de borrachera que esposos. Además, viajaba sin parar por Suecia y el extranjero y, en general, carecía por completo del sentido de la responsabilidad. Como es lógico, los niños pagaron las consecuencias. Martin nació en 1948 y Harriet en 1950. Su infancia fue dramática, con una madre que les abandonaba con frecuencia y un padre que se estaba convirtiendo en un alcohólico.

»En 1958 intervine. Por aquel entonces Gottfried e Isabella vivían en Hedestad; les obligué a trasladarse aquí, a Hedeby. Ya estaba harto y decidí intentar romper el círculo vicioso. Martin y Harriet estaban más o menos abandonados a su suerte.

Henrik Vanger miró el reloj.

Mis treinta minutos se acaban, pero ya me voy acercando al final de la historia. ¿Me concedes una prórroga?

Mikael asintió con la cabeza.

Sigue.

En resumen: yo no tenía hijos, un llamativo contraste con los demás hermanos y miembros de la familia, que parecían obsesionados con la estúpida necesidad de procrear y perpetuar la saga. Gottfried e Isabella se mudaron aquí, pero el matrimonio estaba ya en las últimas. Al cabo de un año, Gottfried se trasladó a su cabaña. Pasaba allí largas temporadas completamente solo y cuando hacía demasiado frío se iba a vivir con Isabella. Yo me encargué de Martin y Harriet; de modo que se convirtieron, en muchos sentidos, en los hijos que nunca tuve.

»Martin era... A decir verdad hubo una época en su juventud durante la cual temí que siguiera los pasos de su padre. Era débil, introvertido y meditabundo, pero también podía ser encantador y entusiasta. Tuvo una adolescencia difícil, pero se enderezó al empezar la universidad. Es... bueno, a pesar de todo es el director ejecutivo de lo que queda del Grupo Vanger, así que tampoco le ha ido tan mal.

¿Y Harriet? preguntó Mikael.

—Harriet se convirtió en la niña de mis ojos. Intenté darle seguridad y que aumentara la confianza en sí misma, y nos llevábamos muy bien. La veía como mi propia hija y llegamos a tener una relación más estrecha que la que mantenía con sus propios padres. ¿Sabes?, Harriet era muy especial; introvertida, como su hermano, y fascinada por la religión durante su adolescencia, a diferencia de todos los demás miembros de la familia. Poseía un gran talento y era muy inteligente. No sólo tenía moral, sino también firmeza de carácter. Al cumplir catorce o quince años, yo ya estaba completamente convencido de que ella, en comparación con su hermano y todos los mediocres primos y sobrinos de mi familia, era la persona destinada a dirigir las empresas Vanger o, por lo menos, a desempeñar en ellas un importante papel.

¿Y qué pasó?

Ya hemos llegado a la verdadera razón por la que te quiero contratar. Quiero que averigües qué miembro de mi familia asesinó a Harriet Vanger y, desde entonces, se ha dedicado durante casi cuarenta años a intentar volverme loco.